miércoles, 6 de julio de 2011

Mi amiga me quiere (miente)



En todo grupo de amigos hay un negro y un gordo. Siempre.

Como mujer, estos calificativos no dejan de llamarme la atención. Está bien, acepto que muy de vez en cuando aparece una negra (pero generalmente se debe a que está con un bronceado espléndido después de asarse al sol una tarde entera), y cuando nuestro novio nos llama gorda nos derretimos por el simple hecho de que intentó usar un calificativo cariñoso hacia nosotras (incluso si eligió ese preciso adjetivo al que más le tememos). Salvo estas excepciones, nunca, NUNCA, se me ocurriría llamar a una amiga de alguna de estas formas.

En el fondo, ¿qué tan diferentes somos las mujeres de los hombres? Sí, es cierto, una vez por mes sentimos que nos desangramos y que estamos viviendo un cruel aborto natural, tenemos obsesiones con objetos tales como esos que nos ponemos en los pies y en los que guardamos nuestras millones de cosas, hablamos-hablamos-hablamos (el 99% de las veces más de lo que hacemos), no entendemos la diferencia entre los diferentes autos (y menos que menos entre los distintos tipos de nafta, ¿¡a quién se le ocurre que encima en cada estación de servicio los llamen con otro nombre!?), nos sobresale algo del tren superior pero no del inferior, de chiquitas nos visten única y exclusivamente de rosa y nunca de celeste (no vaya a ser cosa de que nos confundan, qué horror), no nos vemos como animales sexuales sino como ladies, desconocemos el significado de palabras tales como “engranaje” y “tomacorriente”, la palabra vida es un sinónimo de dieta (o, cuando somos de tener poca fuerza de voluntad, de “realmente me tendría que poner a dieta”), amamos “ir a tomar un cafecito” con amigas, hacemos pipí paradas (qué quilombo), y de uno de los tres diminutos agujeros que poseemos (además del pupo y de los miles de poros de los que nos crecen esos odiados pelos que se van sólo con dolorosísimos tirones de cera hirviendo) salen personas. Copado.

Aunque sí, claramente somos diferentes, me niego a pensar que al mismo tiempo no seamos parecidos. En el fondo todos tenemos un cuerpo que consta de una cabeza-un torso-dos brazos-dos piernas (generalmente), emitimos sonidos que a menudo se convierten en palabras, necesitamos lo que tiene el vecino y SIEMPRE queremos más de lo que tenemos (que, irónicamente, a su vez es más de lo que necesitamos), nacemos, morimos, comemos, dormimos, crecemos, amamos. Casi siempre.

Entonces, ¿qué pasa con los apodos? ¿Por qué la sinceridad es válida entre los chicOs pero no entre las chicAs? Sólo una vez intenté copiarlos, y el resultado no fue lo que yo llamaría exitoso:

Mi amiga A. había estado más de un año de novia. A. es muy linda, realmente muy linda. A. cortó con su novio, y automática e inmediatamente los integrantes del género masculino demostraron por qué a veces se los trata de bestias. Tras un fin de semana sin vernos ni hablar, le pregunté qué tal había pasado los días de descanso, a lo que A. respondió muuuy bien el sábado fui a una fiesta y estuve con Mati y después vino Bubu y se me tiró y yo medio que quería estar con él así que me lo chapé y el domingo salí con mi amigo Marcos el que te había contado y estuvimos también pero no sé qué va a pasar ahora. Mi reacción fue desmedida, fatal, imperdonable. Sí, lo acepto, no sé si fue por la envidia que me provocó el saber que ella fue prácticamente acosada por diversos hombres mientras que por casa el terreno anda bastante árido, o porque realmente sentí que mi amiga A. había abusado de los beneficios que su belleza puede llegar a traerle, o porque pensé que era una gata (puta). Le dije, entonces, ah bueno, no perdés el tiempo vos eh! Automáticamente me arrepentí. Vi en sus ojos primero sorpresa, que se transformó en incomprensión y culminó con una mueca de descreimiento: ¿¡vos me estás llamando puta a mí!? Sí. Nooo, ni ahí, quería decir que como estuviste tanto tiempo con Joaco ahora es como que aprovechás de tu libertad, está buenísimo, me parece bárbaro, feliz de vos, te felicito, che qué bueno en serio, me re alegra, contame qué tal estuvo cada uno. Qué horror, mi cuota de sinceridad entre amigas termina acá.

La falta de honestidad entre las chichis se repite a la hora de la conquista. Hace un tiempo conocí a un chico que me encantaba, ME ENCANTABA (sabe Dios o no sé quién lo difícil que es que eso pase; amén). Como me gustaba tanto tanto tanto, mi actitud hacia él no era la más indicada al momento de buscar resultarle atractiva: manos transpiradas, tropezones, ir al baño cada cinco minutos de los nervios, chistes pééésimos, etc. En una cita doble, tras una de mis habituales andanzas, le pregunté a mi amiga qué tal le pareció que yo había estado. Sin dudarlo me respondió divina, una diosa, posta que no hay chance de que no se enamore perdidamente de vos, sos el sueño de todo pibe. Sólo cuando tras unas semanas la relación claramente no prosperó logré que me confesara que había estado torpe, boluda, incapaz de conquistar hasta a un palmito.

Lo mismo había pasado antes, cuando el comienzo del vínculo era inminente. Lo había buscado por MSN (sí, hoy en día tenemos Facebook-chat y BB-messenger, pero esto fue hace unos años) a ese amor platónico y ME HABÍA ACEPTADO, qué nervios, y ahora qué hago. Mis amigas, por separado, decían todas lo mismo: hablale, total no perdés nada. Ok. Le hablo. Le hablé. Bien, linda charla, me dijo todo lo que yo por supuesto ya había averiguado sobre él (el sinónimo de una adolescente enamorada podría ser “stalker”), buena onda. El problema llegó a los dos días: se vuelve a conectar, no me habla… ¿le tengo que volver a hablar yo? ¿o es una y una? ¿hasta cuántas veces puede empezar una la conversación? Nuevamente mis picotes (como dice mi abuela) se hicieron presentes: sí, volvé a hablarle, es hasta que él se enganche y ahí vas a ver que te empieza hablar él, no pasa nada, sin vergüenza. Resultado: diez conversaciones comenzadas por moi, posterior eliminación de mi nombre de su lista de contactos. Au revoir!

Entonces, ¿empezamos a mostrar lo que realmente pensamos o no? ¿Dejamos de escuchar a nuestras colegas que mienten por donde se las mire (al igual que, obviamente, nosotras les mentimos a ellas)? El problema principal y que, creo, explica la falta de honestidad entre mujeres, es que nos tomamos todo taaan en serio. Si nos propusiéramos ser un poco más lógicas entre lo que pensamos y hacemos tendríamos que aprender a aceptar que no somos tan fantásticas como nos dicen, que si un chico no demuestra interés probablemente sea porque no tiene interés, que lo mejor que podemos hacer es ser sinceras con nosotras mismas- y con el resto. Al menos de esa forma yo tendría una amiga y un posible-novio más.

martes, 26 de abril de 2011

Yo, Dios.


¿Cuántos de nosotros pensamos realmente que nos vamos a morir? La respuesta común es la obvia: todos. Pero esa no es mi pregunta. Mi inquietud es cuántos, realmente, pensamos que nos vamos a morir. Sentirlo, aceptarlo, verlo como el único final posible de la película que es nuestra vida.

Por supuesto, todos conocemos las reglas del juego: nacemos, vivimos, morimos. Tres etapas básicas que pueden diferir en su longitud, pero que siempre se cumplen. Hasta el bebé que muere en el parto tuvo un breve instante de lucidez, así como el anciano que a los cien años se despide de este mundo.

A lo que yo apunto es a si somos capaces de imaginarnos sin vida. Si podemos entender que en un futuro, tal vez no muy lejano, todo lo que nos rodea va a seguir igual, pero vamos a faltar nosotros. Si pensarnos como humanos nos es posible o si, en cambio, nuestra omnipotencia evita que nos demos cuenta de nuestra condición.

Es justamente esa omnipotencia la que nos nubla la visión y nos aleja de la conciencia. El “yo puedo todo”, tan común en nuestros tiempos y en nuestras sociedades, es el responsable de que hasta a la finitud queramos ganarle. Todo nos hace pensar que si hacemos deporte nunca nos enfermaremos, que si ejercitamos nuestras neuronas éstas permanecerán jóvenes, que si estamos ocupados con mil actividades el tiempo se prolongará para que lleguemos a realizarlas, que si nos sometemos a dolorosas cirugías estéticas nuestros cuerpos no envejecerán, que si la medicina sigue avanzando como lo ha hecho en las últimas décadas pronto ningún mal podrá con ella. Los resultados, sin embargo, nos muestran lo contrario.

Puede ser que las muertes no sean causadas, como sí era en el pasado, por crisis agrícolas, guerras o epidemias. Lo cual no significa que los motivos de los fallecimientos sean más placenteros: picos de stress, choques automovilísticos, paros cardíacos, Alzheimer, accidentes estúpidos. No hay triple bypass, auto blindado ni médico excelente que logre mantenernos vivos indefinidamente. Porque esto es imposible.

La naturaleza, Dios, una fuerza superpoderosa, o como más nos guste llamar a ese “algo”, se esfuerza por darnos señales del inminente fin. “Gustavo murió a los 54 años de cáncer”, “Mi abuelo no se acuerda ni siquiera de su propia familia y tiene problemas de movilidad”, “La mamá de Denise se cayó por el balcón y falleció en el instante”, “Las vidas de Josh y Tomi se terminaron cuando tenían apenas 16 años”, “La madre de Ceci tuvo un accidente de auto terrible… quedó paralítica y con secuelas mentales”, ¡¿cuántos ejemplos más necesitamos para afrontar que nadie vive por siempre?!

A veces, a quienes pensamos un poco más y funcionamos un poco menos por inercia, se nos tilda de apocalípticos. Sin embargo, no estamos anticipando ningún fenómeno extraordinario ni poco probable. Simplemente reflexionamos sobre lo más global que existe.

Llega un momento en el que debemos hacer el duelo por nuestra propia muerte. Tanta angustia provoca profundizar en esta realidad, que me vi en la necesidad de pedir ayuda. Mi terapeuta escuchó mi planteo, me miró a los ojos seriamente, y me dijo: “Cuanta más conciencia tengamos de la muerte, más conciencia tenemos de que estamos vivos”. Pocas veces he escuchado palabras tan sabias.

Personalmente, no encuentro muchos remedios ante el devastador descubrimiento que representa la verdadera e infalible universalidad de la muerte. Si lo tuviera, muy posiblemente no estaría viva (¡qué irónico!). La única “solución” que he encontrado, por ahora, es disfrutar minuto a minuto la vida. No me cabe ninguna duda de que ésta estará llena de disgustos, pero si logramos disminuirlos y en cambio aumentar los momentos de felicidad, nuestro paso por este mundo habrá tenido un mayor sentido.

No envidiamos a la gente que tiene mucho dinero, muchos hijos, mucho tiempo libre. Envidiamos a quienes viven relajados, a quienes buscan el disfrute intenso, a quienes no gastan sus energías en problemas sino en el goce de lo más simple.

Hoy estamos acá. Vivamos.

sábado, 2 de abril de 2011

Tan cerca, tan lejos


Cuando tenía diez años di una vuelta a la manzana. Fui con mi hermano una tarde de verano; hacía calor, estaba cansada y fastidiosa. Nuestros padres se despedían en la puerta de unos amigos, y nosotros habíamos decidido huir por unos breves minutos. Caminamos hasta la esquina, todo bien. Caminamos una cuadra, todo bien. Caminamos unos metros más, todo bien. Hasta que llegamos a esa casa con portón verde, vieja pero pintoresca, chica pero deslumbrante. Con mi hermano reíamos, hablábamos de la reunión que previamente había tenido lugar en nuestra casa, nos burlábamos de los patéticos invitados.

De la nada salió un perro. Dejamos de reírnos. Mi hermano, apenas dos años y medio más grande que yo, sentía la necesidad de protegerse a sí mismo, pero sobre todo de protegerme a mí. Estábamos los dos igual de asustados, no podíamos movernos. El perro ladraba, ladraba, ladraba. Cada vez que intentábamos dar un paso en dirección a nuestro hogar, el perro rugía de un modo tenebroso. Pasaron varios minutos, nosotros empezábamos a inquietarnos, y nuestro pesar aumentaba al pensar que nuestros padres ya estarían seriamente preocupados por nuestra desaparición.

Yo insistía en volver por donde habíamos venido. Para mí no existía otra solución, pasar por donde estaba el perro no era una posibilidad. Mi hermano me decía que no; miraba al perro, miraba la casa, miraba la calle, volvía a decirme que no.

En algún momento pasaron dos jóvenes en bicicleta. Conversaban y se divertían, exactamente como mi hermano y yo hace sólo algunos instantes. Nos miraron, miraron el perro, nos miraron, y siguieron su camino.

Por fin, mi hermano dio el gran paso. Decididamente pasó por donde estaba la bestia, no se detuvo ante sus insistentes e intensificados ladridos, siguió caminando unos metros más, se dio vuelta y me miró con cara triunfal. Mi desesperación había llegado a su punto máximo, ahora sí no tenía otra opción más que copiarlo. Tomé aire, empecé a mover los pies, a dar un paso tras otro. No miré al animal, no miré a mi hermano, no miré nada. Sólo caminé. Sin sentir nada, sin pensar en nada, sin desear nada más que no fuera llegar a salvo a mi casa.

Finalmente llegué al lado de mi compañero de vida, nos sonreímos, y continuamos nuestra charla como si nada hubiera pasado. Mi hermano probablemente borró ese episodio de su memoria instantáneamente, pero yo nunca lo logré. Fue la sensación de estar tan cerca, y a la vez tan lejos, la que nunca pude evacuar de mi mente.


La contradicción sigue latente, ese sentimiento se repite día a día…

Mi amiga S. escribe mails desde Europa pero no es capaz de levantar el teléfono cuando está acá.

La posibilidad de cambiar el mundo se nos presenta frente a nuestras narices a lo largo de todas nuestras vidas, pero parece tan imposible como utópica.

Mi abuelo se acerca a pasos agigantados a la muerte, y sin embargo siento que ese desenlace nunca llegará.

El trabajo ideal existe y está ahí esperándonos, aunque parece que alguien nos lo robará en cualquier momento.

Y vos, que ni siquiera sospechás que ocupás todos mis pensamientos, estás a sólo unos metros de mí, y sin embargo siento que sos inalcanzable.

viernes, 28 de enero de 2011

Sí, como en las películas


Ayer te vi por primera vez. Y fue amor a primera vista.

Llegué cansada, con el pelo revuelto, los ojos enrojecidos, la mente rogando por una cama. Pero yo sabía que vos ibas a estar ahí, por lo que una invisible energía recorría mi cuerpo, que se negaba a entregarse a la comodidad para ser por un rato más esa señorita que todos esperan que sea. Vi tu auto estacionado en la entrada y sentí un escalofrío al pensar que vos estabas adentro: había esperado tantos meses para finalmente conocerte, y ahora vos estabas ahí.

Miento, yo ya te conocía. El Facebook es una herramienta fantástica cuando de achicar fronteras se trata. Una gran colección de fotos había resultado en que yo ya supiera cómo es tu cara, qué ropa te gusta usar, de qué gente te rodeás. Pero nunca te había tenido realmente enfrente de mí. Nunca había escuchado tu voz, nunca me había imaginado que tu sonrisa podría derretir el glaciar más inmenso, nunca había sentido un cosquilleo insoportable por tu mera presencia.

Antes de que pudiera pasar al jardín, mi mamá me interceptó en la cocina: “No sabés lo que es A., taaaan educado, divino, muuuuy lindo chico, andá a saludarlo, dale andá, está ahí afuera, aprovechá”. Mi pulso seguía ascendiendo, hasta que finalmente te vi. Con mis propios ojos, sin una pantalla de por medio, sólo vos y yo. O por lo menos eso fue lo primero que pensé.

Vos y yo. Riendo. Compartiendo. Avanzando. Mirando una película o discutiendo por qué crece la inflación. Vos me explicás y yo te escucho. Después yo te explico la magia del teatro y vos me escuchás. Nos maravillamos el uno del otro. Aprendiendo. Deseándonos. Tocándonos.

Intento por todos los medios posibles hacerte entender que soy la indicada para vos. Vos conmigo serías feliz, y no te imaginas lo feliz que yo sería con vos. Vos todavía no lo sabés, pero yo sí. Haceme caso. Confiá en mi. Date cuenta.

Me hago la linda, te saludo y cruzo cinco oraciones con vos. Sonrío, me muestro alegre, quiero que me quieras. Necesito que me quieras, lo necesito desesperadamente. No puedo permitir que esa adrenalina se termine, no puedo volver al aburrimiento de la desesperanza. No puedo.

Llega más gente, me cuesta concentrarme, quiero parecer perfecta. Por ahora voy bien, pero si me quedo más la cago. Al fin y al cabo, nadie vino a verme a mí. Esta no es mi cena, estos no son mis amigos, este no es mi lugar. Con dolor en el alma me despido, siendo siempre una lady.

Pasan tres horas. Durante esos 180 minutos, debo haber pensando en vos mínimo 150 de ellos. Me estoy volviendo loca, quiero desesperadamente hacer algo pero sé que no puedo. Fantaseo con lo que haría si yo no fuera yo: iría al jardín, te miraría y te diría: “soy toda tuya, estoy por ir a mi cuarto, te espero ahí”, o tal vez algo más romántico: “desde que te vi no puedo parar de pensar en vos, no te conozco pero ya te quiero”. Me río. Yo nunca haría eso. No teniendo en cuenta que estás con otras cinco personas a las que conozco perfectamente, que durante los meses que viene te voy a cruzar (espero) muy a menudo, que quedaría como una loca de remate.

Voy al espejo, me arreglo el pelo, voy a donde vos estás y les digo a todos “me voy a dormir así que me despido, buenas noches”, quedando como una perfecta idiota, como una maestra que les avisa a los alumnos que debe retirarse al baño un momento, como alguien que se cree más importante de lo que es. Escucho tu voz, entre las de los demás, que se despide con un “chau, buenas noches”.

Vos te vas, yo me quedo. No duermo. No puedo. Tengo tantas ganas de vos que duele. Duele el saber que faltan varias semanas hasta que te vuelva a ver. Duele el haber escuchado cuando decías que “me gusta como se viste Pía”. Duele el no tenerte.

Me zambullo en la rutina, apelo a mi racionalidad, intento hacerme entender de todas las formas posibles que sos un perfecto desconocido y que nuestro encuentro no significó absolutamente nada para vos. Y sin embargo, algo en mí cambió. Porque decidí que no quiero seguir buscando ahora que ya te encontré. Porque me di cuenta de que no te voy a poder tener. Porque este castillo de cristal, construido sobre un terreno transparente, me renueva el espíritu y las ganas de ser mujer.

miércoles, 12 de enero de 2011

La Pasión de No Saber


“Pasión”: · f. Inclinación, preferencia o deseo muy ávidos por alguna persona:
pasión por su pareja. · Inclinación o preferencia muy viva por cosa:
pasión por los animales. · Padecimiento, sufrimiento.


En la sexta sesión de orientación vocacional llegué al desesperante – y esperado – punto de no tener idea de nada. No sabía a qué me quería dedicar, qué me gustaba, qué futuro deseaba, qué materias me parecían interesantes, qué me divertía, qué pensaba sobre las distintas profesiones, qué quería para mí misma. En el medio de tal estado de confusión, la terapeuta me hizo una simple pregunta: “¿Qué te apasiona?”. Me quedé callada. Pensé, pensé, pensé. Seguía sin contestar. Finalmente pude hilar una frase un tanto incoherente, algo así como “me gustan muchas cosas… va, siempre tuve intereses muy diversos… no sé, es como que… todo… y nada… bueno, más concretamente el teatro… en realidad, los espectáculos en general… pero no me veo actuando de Nicole Kidman en “Moulin Rouge”… o tal vez sí, la verdad es que me encantaría, pero esa nunca podría ser yo… también me gusta leer, escribir, la psicología, los idiomas en general… pero siento que eso no me alcanza, no sé, es raro…”. Pese a que lentamente fui siendo capaz de ordenar mis pensamientos, no logré utilizar la palabra “pasión” en la oración. No tengo en claro si es porque la desconozco o porque no la siento.

Así es como en la actualidad, pese a disfrutar enormemente esta etapa de universitaria, cuando me preguntan si me gusta lo que estudio suelo contestar: “Sí, estoy contenta, pero me parece que la Comunicación no es algo que apasiona porque es muy amplio, es todo y nada al mismo tiempo”. A decir verdad, yo no fui la creadora de esta respuesta: se la escuché una vez a una licenciada en Administración de Empresas que sostenía esto de su carrera, y me pareció que tal afirmación se adaptaba bastante bien a la mía. En síntesis, mi vida académica me satisface pero no es la razón de mi existencia.

Entonces, ¿qué es lo que realmente “me llena”? Para salir del paso, mi primera respuesta sería “el teatro, obvio”. Pero por más doloroso que sea, y aunque “sobre el escenario siento que no soy yo, que muestro sólo lo más puro de mi ser, es un momento mágico, me siento feliz, gozo cada instante inmensamente”, la realidad es que tuve la posibilidad de dedicarme a las tablas y sin embargo la rechacé.

La siguiente opción que se me viene a la cabeza, probablemente por ser la más popular, es la del famosísimo “príncipe azul”. En este punto, las películas románticas representan el material de análisis perfecto: la pasión que une a los protagonistas es tangible a través de la pantalla, cada una de sus acciones tiene como objetivo acentuar el amor que sienten, el beso final es el cierre perfecto de esa relación que trasciende los límites de lo normal. Quien ha visto films como “The Notebook”, “Rent”, “Pride and Prejudice”, “The Reader” o “A Walk To Remember” sabe de lo que estoy hablando.

Sin embargo, mi preocupación aumenta al darme cuenta de que tampoco siento, por lo menos por el momento, verdadera pasión por otro ser humano. Mi primer y único noviazgo fue todo menos pasional. Todo muy lindo, hermoso mientras duró, pero la pasión nunca se hizo presente. Entonces, ¿qué es lo que me apasiona?

Me lamento al darme cuenta de que realmente no puedo expresarlo con palabras porque no lo sé (probablemente porque, aunque cambié mucho desde aquella sesión de orientación vocacional, sigo sin tener idea de qué es lo que me hace sentir viva). Hay muchas, muchas, muchas cosas que me gustan (el arte, comer, soñar despierta, los colores, estar con mis seres queridos, la tranquilidad, el paso de las estaciones, la comida, reflexionar sobre las cuestiones existenciales de la vida, aprender, la moda, dormir mientras llueve, conocer lugares exóticos, entre otras), pero no sé si me apasionan. Porque la palabra PASIÓN es muy fuerte, representa una convicción. No necesariamente una inmutabilidad, pero sí una seguridad de la que carezco.

El no sentirme apasionada me deprime. Me hace sentir vacía, sin identidad, insegura. Pero también me alienta, me empuja, me motiva, porque significa que todavía estoy buscando. Que lo más lindo está por venir. O tal vez no, pero por lo menos espero que el viaje sea interesante. Y si en el camino me cruzo con alguna pasión que termina no siendo la mía, bienvenida sea. Y si no llego a ninguna parte, entonces será un aprendizaje frustrante pero necesario. Y si descubro la clave del acertijo… entonces ya se van a enterar.

domingo, 9 de enero de 2011

El Olvido


El Olvido. Ese mal, esa dicha, esa enfermedad, esa esperanza, esa mentira, ese escape, ese recuerdo que se esfuma.

Foucault sostenía que en el Olvido se encuentra la verdad: el ser humano, para poder vivir en sociedad, creó un pacto basado en el poder legislativo del lenguaje, y es recién cuando el ser humano olvida la existencia dicho acuerdo y de su propio rol como creador de éste que alcanza lo que el autor califica como "verdad".

Sin embargo, el Olvido no necesariamente tiene fines filosóficos ni es objeto de estudio de grandes héroes universales. A menudo lo encontramos a la vuelta de la esquina: está presente en cada cena familiar, denuncia culpables en cada reunión de amigos, incluso puede hallarse al no recordar una cara ligeramente familiar en el subte. Somos seres humanos y olvidamos. Algunas veces lo hacemos a propósito, otras “sin querer queriendo”; la realidad es que nuestra memoria es como un disco rígido que, con el pasar de los años, acumula demasiados contenidos, y que lenta y gradualmente va eliminando cierto material para generar espacio para “lo nuevo”.

Todos, siempre, olvidamos. Los bebés sólo retienen informaciones fundamentales: cuando tienen hambre deben buscar alimento en el seno de sus madres, se encariñan con "esos dos" que andan siempre cerca de él, cuando se genera silencio alrededor es porque probablemente deben cerrar los ojos y dormir.

Los adolescentes suelen "olvidar" ciertos puntos importantes: "olvidan" que fueron a un colegio privado y que viven en un "country" para no presentar contradicciones con su ideología comunista, "olvidan" la angustia existencial que tienen saliendo todas las noches e ingiriendo lo que llegue a sus manos para no tener que afrontar semejante crisis, "olvidan" el miedo que les da crecer preteniendo "sabérselas todas" y ser más listos que el resto.

Los adultos son otros expertos en el Olvido: por contar con cierta experiencia se dan el lujo de eliminar de su mente hechos como la pobreza (porque "siempre hubo pobres") y su lado lúdico ("si sos un adulto, comportate como tal").

Por último, los ancianos parecen ser los verdaderos especialistas: sus mentes, cansadas y envejecidas, directamente olvidan todo: el pasado, el presente, el futuro, todo forma parte de una nebulosa de la que no pueden extraer pensamientos lógicos. Por más esfuerzos que hagan, no logran recordar si alguna vez estuvieron en Perú, no pueden afirmar cuándo hablaron con sus hijos por última vez, no son capaces de decir qué hicieron el fin de semana anterior. Sus mentes se van dando por vencidas, así como también ellos mismos lo van haciendo cuando se dan cuenta de que esa falta de claridad le quita todo sentido a la vida.
Hoy mi abuelo se perdió, no fue capaz de recordar un camino que hacía frecuentemente desde Martínez hasta Vicente López. Volvió llorando y diciendo que no quería vivir más así. El Olvido se está apoderando de él a pasos agigantados, y nada ni nadie parece ser capaz de detenerlo.

Pero el Olvido no siempre es angustiante, sino que a veces parece ser una salvación. Ante determinadas circunstancias deseamos olvidar tanto sufrimiento y dolor y borrar de nuestra memoria determinados hechos o momentos. ¿Quién no ha pensado alguna vez "ay no, que esto por favor sea un sueño, que esto no haya sucedido, que sea algo que con el tiempo olvidaré y que nunca tendrá ningún efecto verdadero"?. Un amigo muy cercano de mi papá perdió hace un año a su hijo, que tenía 17 años. Semejante tragedia, catástrofe, injusticia va contra las leyes de la vida. Un padre enterró al hijo que amaba; ese padre murió ese día. No resulta sorprendente que no exista una palabra para denominar este tipo de pérdida: viudo, huérfano, ciego, manco, indigente; todos ellos carecen de algo, pero por lo menos tienen un nombre. Un padre cuyo hijo muere, en cambio, no puede ser llamado de ninguna forma, porque va en contra de los planes de la Naturaleza, y porque provoca tal desgarramiento del alma que éste no puede ser expresado de ninguna manera. Por eso, probablemente cualquiera de estos desdichados padres se consideraría tremendamente afortunado si lograra borrar de su memoria, aunque fuera por sólo un minuto, el inmenso dolor que lo invade sin pausa.
Esto no significa, sin embargo, que ninguno de ellos optara, si tuviera la opción, por conservar dichas memorias. Porque el recordar nos hace sentir, en muchos casos, vivos. Hace que sepamos quiénes somos, que tengamos anécdotas divertidas para compartir y secretos para revelar, que contemos con la capacidad de asociar y relacionar lo que pasó con lo que ocurre aquí y ahora.

Y también es gracias a la memoria que podemos mantener vivos a quienes ya no están más con nosotros. Que nos riamos cuando recordemos cómo cantaban en el auto, que nos enamoremos una y otra vez cuando recordemos su perfume, que lloremos cuando recordemos cuánto bien nos hacían y cuánto mal nos provoca su ausencia.

Olvidar puede generar desesperación. Porque olvidamos su color de pelo, olvidamos cuál era su canción favorita, olvidamos su cara al despertarse, olvidamos la manera en que pronunciaba nuestro nombre, olvidamos cómo sus manos encajaban perfectamente con las nuestras, olvidamos sus palabras, y terminamos olvidando su existencia.

miércoles, 5 de enero de 2011

Simplemente Siendo


La idea de tener un blog rondaba en mi cabeza desde hace ya un buen tiempo. Era un proyecto como tantos otros, tales como empezar a usar zapatos de taco alto, tener hijos, cambiar la vida de una persona, conocer África, abrir una ONG, conocer al amor de mi vida, actuar profesionalmente en alguna película/obra de teatro (preferentemente en Broadway)/programa de TV, lograr tener la mente en blanco (aunque sea por un breve instante), tener un programa de radio, ser más tolerante, cruzarme con alguno de los actores de Dr. House, definir mi ideología política, dejar de ser hipocondríaca, comer sushi sin estar pensando todo el tiempo en que estoy comiendo pescado crudo, entre otros. Odio a la gente que mucho habla y poco hace, por lo que decidí empezar a llevar a la práctica algunos de estos objetivos (por lo menos los que dependen directamente de mí, encontrar al hombre con el que me voy a casar supongo que vendrá solo; disgresión nº1: la frase "llegará cuando menos lo esperes" no está pensada para personas tan ansiosas como yo, me saca de quicio tener que estar no-esperando que aparezca para que aparezca, ¿nadie se da cuenta de que es imposible ir a una fiesta, en cuya invitación decía "hombres solteros, apuestos y exitosos buscan mujeres COMO VOS para compartir el resto de sus vidas", sin pensar que tal vez ahí puede llegar a haber alguien interesante?; disgresión nº2: suelo pensar en muchas cosas al mismo tiempo, por lo que usaré el término "disgresión" para expresar pensamientos que se relacionan con el tema sobre el que me estoy explayando pero no demasiado). No tengo demasiado claro sobre qué voy a escribir, tengo algunos textos ya terminados que iré publicando, y sobre la marcha iré creando otros nuevos. Si tuviera que especificar los temas sobre los que suelo concentrarme, supongo que diría "cuestiones cotidianas y no tan cotidianas". Soy una persona que piensa mucho, MUCHO, y que suelo reflexionar desde las liquidaciones de ropa de esta temporada hasta la pobreza en el mundo. Por lo tanto supongo que seguiré SIMPLEMENTE SIENDO y compartiendo lo que sucede en este camino lleno de complicaciones, alegrías, sufrimientos, sacrificios, intentos, risas, obstáculos, sorpresas, derrotas, placeres y descubrimientos, que es la vida.